antonio cabrera

ANTONIO CABRERA. CORTEZA DE ABEDUL. TUSQUETS EDITORES, 2016

No nos cabe duda alguna de que Antonio Cabrera es de esos poetas que, como decía José Ángel Valente, poseen estilo, son capaces de convertir el lenguaje «en un instrumento de invención, es decir, de hallazgo de la realidad». Lo demuestra en cada libro que publica y en Corteza de abedul, su libro más reciente, acaso esta definición se ahorme de modo más palmario, porque el punto de vista desde el que se contempla la naturaleza, con ser habitual ( el poema titulado «Sentado en una piedra» es un buen ejemplo), realiza catas inéditas en el entorno, en gran parte gracias a un lenguaje que combina la sobriedad expresiva y la precisión con unas porciones de entusiasmo, de veneración incluso, aunque éste sea comedido. Se ha convertido casi en un tópico referirse a la poesía de Antonio Cabrera resaltando esa forma personal de enfocar la realidad, en la que con tanto cautela el instinto y la inteligencia se fusionan, pero resulta del todo necesario repetirlo porque, a mi juicio, ningún poeta español actual consigue hacerlo de forma tan brillante y sencilla. Cabrera es capaz de penetrar en el más hondo misterio de una sabina («La suya es duración perfecta,/ lo entiendo: aroma, lentitud, / tenacidad») o en unas hojas de arce («Gracia nacida/ de extensa pulsación/ y de leve penumbra» sin apenas forzar el lenguaje, de una forma que el lector percibe con total naturalidad, y esto genera una complicidad difícil de explicar, porque no apela a lo perceptible, sino a esa zona de la mente donde sea alojan las emociones. Y es que no hay atisbo de fractura o enfrentamiento entre el hombre y la naturaleza en ningún momento, pero tampoco sumisión. Lo que percibimos es un deseo de entender, de asimilar los mecanismos que ponen en marcha los ciclos vitales, de ver su funcionamiento desde dentro, no desde un atalaya sino desde la raíz. Un poema como «Noche danesa» desvela ese afán que podríamos calificar de solidario si la palabra no tuviera unas connotaciones corporativas tan marcadas. Mejor será acaso llamarlo empatía o afinidad: «Aquel insomnio nórdico/ me dejó conocer objetos en sigilo( y una plata flotante sobre ellos, desde ellos,/ luz de noche blanqueada,/ noche madura cuyo fruto,/ inesperadamente, era la realidad,/ la realidad,/ la insomne en rostro insomne», porque la poesía de Antonio Cabrera no nace sólo de la contemplación (si así fuera, seguramente sería más descriptiva de lo que es), sino de la identificación con lo contemplado.

Hermann Broch afirmaba que «en el símbolo se enciende el saber poético de la realidad del mundo» y no podemos estar más de acuerdo con esas palabras cuando leemos los poemas de Antonio Cabrera, porque parece que sus ojos son los que crean las cosas, las condiciones para que acontezca la revelación. La luz, la neblina, un transeúnte, un mantis o un siempre guijarro son la excusa poética, al anécdota si se quiere, para desarrollar una reflexión sobre la vida en su estado más elemental, sobre la travesía existencial, sobre la identidad (el poema final, titulado «Autorretrato», del que copio estos versos: «Soledad, ahora sí,/ ya puedes ser el fondo informe y fiel/ de mi retrato» , es un ejemplo evidente), y sobre el tiempo. Hay un gran sentido de la temporalidad en la poesía de Cabrera. Sus poemas siempre nos dejan la sensación de que hay que apurar el instante mágico en el que se produce la revelacin porque essue se produce la revelacidejan la sensacii el instante no se pudiera repetir la realidad,/ la realidad,/ la insomnteón porque es un instante único, fugaz e irrepetible que provoca, por ende, efectos y sensaciones únicas e irrepetibles, aunque, gracias al extraordinario manejo de las palabras, no efímeras, sino de emanaciones permanentes.

Y ya que hemos tocado el asunto de la función de la palabra, conviene detenerse en él. «¿Cómo pasan al poema las cosas que suceden? / ¿Qué ocurre/ después de la poesía/ en el pino, en el huerto, en las rosas?», se pregunta el autor. Creo que toda la poesía de Antonio Cabrera trata de responder a estas preguntas, en la mayoría de las ocasiones, desde un punto de vista, podríamos decir, tangencial, desde la óptica no del cazador sino del merodeador, del rastreador, y esto resulta ser una suerte, por que, ¿qué ocurriría si el poeta encontrara la solución a todas sus incertidumbres en la página escrita? Pues, posiblemente, que la intensidad poética se resentiría o el poema se convertiría sólo en una especie de tablón de anuncios, en un eslogan o una perorata. Pero también, al hilo de esta cuestión, cabe preguntarse ¿qué lugar ocupan las cosas que no suceden?, ¿en qué porcentaje el poema se construye con lo existente y en cuál con lo imaginario, con lo que es fruto, no de la acción, sino del pensamiento? Desde luego, el proceso cognitivo al que los poemas de Cabrera nos conducen no está cimentado en verificaciones físicas, está más cerca, sin serlo, del conocimiento poético sustentando en la fe de un poeta como Rilke, pero tampoco lo consagra una visión mística sino el ansia de desvelar lo recóndito, lo ininteligible. No sé, a veces dichas búsquedas están tan próximas una de otras que no es difícil decantarse por una de ellas erróneamente, pero si me decido por la segunda opción es porque apenas encuentro en la poesía de Antonio Cabrera una visión idealizada de la naturaleza. Se reflexiona en este libro mucho sobre ella (y en todos sus libros anteriores), pero desde un entusiasmo controlado y dubitativo, aunque sí percibimos, y aquí se acentúa esa dificultad a la que aludíamos más arriba, que, a veces, parece darse, gracias a la intuición, una especie de elementalidad de carácter místico que nos lleva a concluir que la diferencia entre el paisaje y el hombre ha desaparecido provocando una fusión entre ambas realidades, la del ser y la de naturaleza.

Los seis años que Antonio Cabrera ha tenido a sus lectores esperando bien han merecido la pena. Corteza de abedul es uno de sus mejores libros, si no el mejor, (aunque debemos ser muy cautelosos con estas opiniones, porque cada libro de Cabrera es un acontecimiento poético en sí mismo) porque ha llegado a un nivel de intercomunicación como no lo había logrado antes. Las descripciones no han perdido su clara misión enmarcativa, como el poema «Sunt lacrimae rerum». El guion nos conduce sabiamente hasta el momento álgido, el armazón semántico ha construido con laboriosidad para que sea capaz de soportar el peso del significado en toda su esencia, y así podemos leer los versos finales como si fueran algo, no por ineludible, asombroso, como el que llega al final de una escalera y contempla una terraza paradisiaca: «Oímos. Vemos./ Y va en lo oído y visto, en un mínimo grado perceptible, como ondas emitidas por la dificultad de ser,/ el gemido entre abstracto y cotidiano/ de las cosas».

Uno es consciente de que quedan muchas cosas por decir sobre este libro y asume cierta desazón por ello, pero una reseña no puede abarcar todas las ramificaciones intencionales, todas las aristas de los pensamientos. Uno se conformaría con haber dado alguna pista para acceder a algunas de ellas. Como escribe el propio Antonio, «¿Cómo voy a rozar siquiera el mundo/ mientras está reverberando entero?».