JAVIER SÁNCHEZ MENÉNDEZ. MEDIODÍA EN KENSINGTON PARK. COLECCIÓN TIERRA. LA ISLA DE SILTOLÁ, 2015
«Siempre es mediodía en Kensington Park. Mientras el mundo gira y los ángeles aman, hay una luz que viene y nos convence a todos. Es la luz del misterio, es la propia verdad que nos lleva hasta el sitio, al lugar de la duna. Espacio transparente donde los hombre leen y se crea la poesía». Son muchos los poetas que buscan un lugar simbólico que como escenario en el que cobran conciencia sus emociones transformándose en palabras, en poemas: bosques, ríos, los «jardines abiertos para pocos» de Soto de Rojas, los escondrijos de Wordworth, el infierno de Dante, la ciudad lorquiana o la ciénaga de Seamus Heaney, por citar sólo unos ejemplos. Javier Sánchez Menéndez cifra en una acumulación de arena y, por tanto, en algo mudable en su misma naturaleza, sujeto a la acciones del viento, de la intemperie el lugar donde nace la poesía, como pone de manifiesto en el texto que encabeza estas líneas. No resulta difícil deducir, por tanto, que la condición mudable es inherente a la escritura, pero, por más que el correlato objetivo al que recurre Sánchez Menéndez evoque esa transitoriedad, esa situación de precariedad, son muchas las razones que nos llevan a considerar la duna —de ella estamos hablando—no como un estigma, sino como una bendición, porque es allí, en su seno, en donde tiene lugar el prodigio, cuando una idea, un sentimiento, una impresión se convierten, a través del lenguaje, en algo palpable, con cuerpo propio. Poco importa si ese prodigio del que hablamos cambia cada cierto tiempo —la eventualidad es algo que la propia duna trasmite—, que sea fugaz o que se refugie en los pliegues de la memoria hasta que rompa a la luz. Lo verdaderamente importante es que ese momento crucial suceda, no con cuánta frecuencia lo hace, tal vez porque, como el mismo autor escribe en otro fragmento de Mediodía en Kensington Park, «Con las palabras se busca la verdad, ese veneno que diferencia al hombre de sí mismo». Las palabras son ventanas que comunican el interior del hombre consigo mismo, pero también con su entorno, con lo que lo rodea y sobre esta idea, sobre el por qué y el cómo se produce ese traslación gravita una gran parte de los treinta fragmentos que integran el libro. La preocupación metapoética de Javier Sánchez Menéndez es constante y ha dado frutos de excelente calidad. No debemos olvidar que el libro que nos ocupa pertenece a un proyecto, Fábula se titula, en marcha del que forman parte, además de Mediodía en Kensington Park, los libros La vida alrededor (2010), Teoría de las inclinaciones (2012) y Libre de la tormenta (2013). Un proyecto, como se ve, de largo alcance y hondo calado que se afirma, como la duna, destruyéndose y volviéndose a construir, en el que se fundamenta, sin lugar a dudas, su propia condición de poeta. Poeta que comienza a publicar muy joven, con diecinueve años (Motivos es del año 1983) y que, con diferentes altibajos temporales, continúa vivo (La muerte oculta se reeditó el pasado año). Incluso me atrevería a decir que la importantísima labor editorial que Javier Sánchez Menéndez está realizando al frente de la esmeradísima editorial Isla de Siltolá tiene mucho que ver también con la preocupación metapoética, y no está de más recordar la idea juanramoniana de que un mismo poema dice cosas distintas dependiendo de cómo esté editado, porque ese esmero editorial del que hablamos ha de responder, por fuerza, a un concepto similar al de éste. Sin lugar a dudas, el fragmento más evidente en este aspecto del que hablamos es el titulado «La poesía», y la estrofa que reproduzco a continuación, a mi juicio, la más representativa: «En el centro del bosque la palabra se adhiere al hecho de ser nuestra [..] la palabra es el centro de la vida de dios, el músculo primero de la verdad sincera, de la poesía. Aquellos que pretenden hacer experimentos, jugar con la sintaxis, no llegarán al núcleo, se enredarán con símbolos, luces de puro juego, reliquias de anticuario». Como se ve, la opción estética de Javier Sánchez Menéndez es defendida con pasión. Parece adscribe a una presunta claridad retórica que proscribe los símbolos, pero tengo que decir, presunta, porque toda palabra, el lenguaje en sí mismo, es simbólica, y el mismo Javier utiliza al menos dos de estos símbolos para hacernos más legible su indagación semántica, la duna, ya mencionada, y el bosque ( a éste propósito, me vienen a la memoria unos versos de Vicente Valero, leídos no hace mucho, que presumo serán del gusto de Javier Sánchez Menéndez: «Ya en la palabra bosque/ hay un crujir de ramas/ y pasean los ciervos junto al río. Hay árboles/ que son también como palabras/ altas y misteriosas»). No dejan de ser estos merodeos, estas aseveraciones contundentes uno de los mayores atractivos de este libro, fruto de una mente alerta y en constante evolución, que no teme refutarse, contradecirse o generar polémica («No busques poetas donde no los hay, donde nunca existieron. Debes asimilarlo. Que otros se lo crean te debe dar igual»), algo que me parece muy saludable y, como digo, uno de los aspectos más sugestivos, porque convierte la lectura de este libro en un ejercicio de reflexión y autoconocimiento como sólo un poema es capaz de hacerlo.