VICENTE VALERO. CANCIÓN DEL DISTRAÍDO. VASO ROTO, 2015
El que hayan pasado casi siete años desde la publicación de su último libro de poesía, Días del bosque (Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe) dice mucho sobre la contención y el respeto con el que Vicente Valero se enfrenta a la escritura, aunque en este tiempo haya probado otros géneros, por ejemplo, el de la novela, con la publicación de Los extraños, el pasado año, con notable reconocimiento tanto crítico como lector. Esta mesura, tal alejada de la prodigalidad de nuestra época es, seguramente, una de las razones que han llevado al autor a disponer Canción del distraído, el libro objeto de estas líneas, de forma tan particular, porque es un libro nuevo que, sin embargo, está integrado por poemas incluidos en sus libros anteriores, convenientemente revisados para la ocasión, intercalados con otros poemas inéditos. El resultado se parece más a un fascinante libro inédito que a una antología de obra publicada y Valero ha conseguido dar al continente esta apariencia de novedad gracias a una muy lograda ordenación temática y a un estilo que ha sufrido muy pocas alteraciones formales —más allá de la alternancia de poemas en prosa con poema en verso, algo, por otra parte, frecuente en su obra— y expresivas a lo largo de los años (recordemos que su primer libro, Jardín de la noche, data de 1987). Pero ¿quién es ese distraído que observa lo que le rodea?, ¿está, realmente, distraído o sólo disimula para hacer ver que no se entera de nada? No es difícil conjeturar que el distraído es en realidad alguien que mira detenidamente, alguien que se fija hasta en los mínimos detalles, alguien que extrae de las vivencias cotidianas la savia sin edad de lo intemporal. De esa mirada a la naturaleza, al paisaje, al bosque («Sus ojos no reescriben en vano lo que ven:/ van así las palabras/ descubriendo las cosas de este bosque,/ su estancia verdadera») surgen estas reflexiones metafísicas en torno de la construcción del ser que toman la forma de poema, porque mirar con delectación, con pasmo es «como asomarse a lo más hondo nuestro». Hay aquí una sabia manera de identificar un elemento natural, sea un árbol, la luz, un pájaro o una isla —la condición isleña no es ajena a ciertas consideraciones sobre la identidad y el paisaje— con los estados de la conciencia. No podemos saber en qué orden suceden las cosas, si determinada inquietud espiritual incide sobre el entorno o, por el contrario, son los fenómenos naturales o el paisaje los que provocan las alteraciones de la conciencia, En cualquier caso, poco importa la posición o la casuística. Lo verdaderamente relevante es seguir el hilo argumental que vertebra los poemas para no perdernos en la maraña de vegetación simbólica con la que el bosque se protege del entrometido, porque esa indagación en la naturaleza es también una indagación sobre sí mismo, como manifiestan estos versos del poema «Cono Sur»: «Hablo de mí pensando (como siempre) en vosotros,/ muertos de este lugar, mientras descubro,/ entre maderas, hierros, cal y ropas,/ vuestra edad transparente y vuestras voces,..» o estos otros del poema «El árbol»: «[sé]Que pertenezco al árbol, lentamente. Me pierdo/ en él, muy dentro, y soy el árbol, fértil/ y fuerte, el que quería para mí», por citar sólo unos pocos, porque resulta evidente que esta comunión con la naturaleza, esta ascensión contemplativa —acaso culminada en el poema «La subida», que tantos ecos sanjuanistas posee— tiene un objetivo principal, el autoconocimiento, un autoconocimiento que se consuma por medio de metáforas, de símbolos y paradojas. El árbol será entonces la substancia que encarna la representación —de la misma forma que un dios lo encarna para los místicos—, de la divinidad, de aquel absoluto que colma la existencia.
Podría suponerse que esta poesía, tratando como trata temas tan inextricables y cercanos a la filosofía (por no salirnos de nuestra tradición, es imprescindible notar la influencia de María Zambrano y, fundamentalmente, de su libro Claros del bosque) es subsidiaria de un lenguaje elevado y complejo, pero la función reveladora de la poesía casi nunca necesita de oropeles retóricos. A la verdad, a la presunta verdad, se puede llegar por muchos caminos y la indeterminación semántica, como la desnudez expresiva, sólo es uno de ellos. Estos poemas, sin embargo, no alardean de solemnidad ni de parafernalia. Están escritos con un lenguaje sencilla —racionalista, nos atrevemos a decir—, pero cada palabra posee una posición muy estudiada, en aras de descifrar el latido oculto de la realidad, en aras de escudriñar el más recóndito viso de la existencia. El ser se completa cuando se expande en esa otredad que es el bosque, identidad múltiple pero de sentido unívoco. Frente a él, el poeta se confiesa y se comprende, se unifica con lo disperso. «Yo no tenía fe: tenía sueños», escribe Vicente Valero a modo de aviso (versos de un poema anterior abundan, pensamos, en la misma idea: «Lo dijo Cicerón: los misterios son cosa/ de la naturaleza, no de la teología), y es que si alguien quiere ver en estos poemas de gratitud vital alguna religiosidad, tendrá que plegarse a un panteísmo en el que el ser y la naturaleza, la naturaleza y la divinidad son partes indisolubles y sin jerarquía de un absoluto al que sólo el tiempo va modelando. Pocos poetas son capaces de trasmitir esa sensación de serenidad, de munificencia, pero también de entusiasmo hacia la naturaleza como lo hace Vicente Valero. Nos vienen a la memoria algunos de sus contemporáneos, como Antonio Cabrera, Vicente Gallego, Antonio Moreno o Andrés Trapiello con los cuales se puede relacionar su poética, por más que entre ellos existan apreciables diferencias de tono y de intención. Para acabar, creo que los últimos versos del libro bastan para afianzarnos en nuestra lectura de Canción del distraído: «Y ahora crezco/ sin descansar, en la quietud ardiente/ del mediodía, cuando los pájaros me buscan;/ entran en mí, reposan en su árbol». La armonía concilia los opuestos, es, al mismo tiempo, el punto de partida y el de llegada.