JOSÉ MANUEL SUÁREZ. PINTURA DE INTERIORES. CUARTETO. LIBROS DEL AIRE, 2013.
No es esta la primera ocasión en la que José Manuel Suárez reúne bajo un mismo título varios de sus libros, como si dicho epígrafe fuera el compendio que sustancia el armazón verbal, el hilo que engarza las sucesivas obras. Así lo hizo con El mal de amán. Tríptico (2011), integrado por los poemarios Tú y un otoño encendido, Me acerco a tu respiración y Termina tú el trabajo. Si entrar en otras consideraciones de orden argumental o temática, parece evidente que el eje sobre el que giran dichos libros es una segunda persona, a la que cabe presuponer como alter ego del autor, como destinatario de las reflexiones del autor o como ambas cosas a la vez. Pero volvamos al libro Pintura de interiores, que es el objeto de este comentario. Su título parece aspirar a la totalidad artística. Sabemos que se trata de un volumen de poesía, pero la pintura de interiores es en sí mismo un género pictórico y el cuarteto, por más que sea una estrofa de cuatro versos, remite directamente a una composición musical, pero también a una formación musical que puede ser, a su vez, sólo vocal o un cuarteto instrumental, generalmente de cuerda. El mismo autor lo explica en unas palabras que anteceden a los poemarios incluidos: «Forman un cuarteto…en referencia a la composición musical de este nombre, en la que varios temas (frases, motivos, melodías) dialogan, se responden, se complementan; evolucionan y se modifican». Dicho esto, debemos resaltar que esta Pintura de interiores está integrada por cuatro libros de no gran extensión, aunque por lo general el verso de José Manuel Suárez tiende a la expansión, al largo aliento (hasta el punto de que a veces, como aquí veremos, desemboca en la prosa), a lo que él mismo llama «prosa rota»: Inquieta levadura, Azul sin fingimiento, De piel encendida y yerta y Donde las manos ven, todos ellos unidos por un hilo común, este caso de doble sentido: «el sugerido por el pensamiento de Pascal sobre la necesidad de estar en el sitio de uno…y el poetizado por Eliot en “Little Gidding” sobre la honda identidad en que se mueve el mundo: fin y principio, tiempo y eternidad; lo antiguo y lo nuevo, “el tejo y la rosa”». Estas claves, más algunas que podemos entresacar de las citas que preceden al libro, tutelan nuestra lectura. Una especie de tentativa sobre las paradojas en las que incurre la mirada («cerró los ojo para empezar a ver») se despliega en Inquieta levadura, pero no sólo sobre las formas de ver, sino de sentir, de ser, como revelan versos como estos: «Algunas veces ver es avergonzarse», «Día a día me desplazo más de mí», «gusta de ocultarse lo que mejor se ve». Las influencias que desenmascaraba el propio autor en su nota, quedan de manifiesto a lo largo del libro, pero quizá en versos como estos se detecte aún mejor: «En el mismo momento, partir fue ya llegar;/ quedar, estar en casa»; «Viene a un lugar». El afán categórico de estos versos no oculta, sin embargo, una relatividad vital que le lleva a escribir «Te sé con la manos mejor que con los ojos», como si el resultado final de la exploración sobre la mirada concluyera con que la vista es menos fiable que otros sentidos, por ejemplo, el tacto.
Azul sin fingimiento, el segundo y el más extenso de los libros que componen este libro de libros, tiene como protagonista a un ave que no goza —como sucede con el jilguero, con el ruiseñor, con el mirlo o el halcón («Compararlas son ganas de llamar la atención»)— ni por su belleza ni por sus hábitos dudosos, de buena prensa entre las gentes del campo ni entre los profanos en ornitología. Algo que ya el mimo poeta reseña desde el primer verso. Sin embargo, desatendiendo esa propaganda el poeta escribe casi un tratado elogiándolas: «Sí, mis urracas son aves de mucha fe». Este elogio interrumpido en el que cuenta con la complicidad de algunos autores como Umberto Saba, Antonio Machado, Carlos Pujol, Liszt o Edgar Lee Masters suscita unas hermosas y serenas descripciones ambientales, como las que nos sugieren estos versos: «En la tarde plácida de mediados de junio,/ después del aguacero de las primeras horas, la luz se recupera/ y se hace cristal de roca».
Un cambio formal tiene lugar en el siguiente libro, De piedra encendida y yerta, dedicado al tacto especialmente, aunque algunos de los poemas estén relacionados con poemas del primer libro, como «Visión del tacto 2» o «Pintura de interiores 2». La dicción es ahora más contenida, aunque apenas reste narratividad al discurso, Hemos pasado del verso extendido hasta el punto de convertirse en prosa poética, a un verso que combina el endecasílabo y el alejandrino con el verso de arte menor, muy frecuente en algunos poemas compuestos exclusivamente en este formato. En el último poemario, De las manos ven («pensamos porque tenemos manos», afirmaba Anaxágoras), el autor vuelve por sus fueros y regresa el versículo, quizá por la exigencia de un discurso que intenta conciliar los sentidos antes enfrentados, el tacto y la vista. Continúan las situaciones paradójicas que mencionamos al comienzo de estas líneas, y este verso es un claro ejemplo de ello: «Lo que me tiene atado me desata de mí», de resonancias sanjuanistas, aunque el autor rehúya las disquisiciones de orden metafísico al que parecen abocar dichas pronunciamientos. Pese a la confianza en la palabra que al lector parecen trasmitirle estos versos caudalosos, discursivos, interrelacionados, el autor concluye que «Si no existieran las palabras quizá sería más fácil ver con otros ojos/ lo que siempre miraron». Es una afirmación curiosa viniendo de un poeta como José Manuel Suárez que cifra en ellas, en las palabras, sus indagaciones, sus sospechas, su particular forma de ser y de estar en el mundo, la configuración de su propia identidad, que enriquece, en suma, la visión de las cosas con sus versos. Pero afortunadamente, después de leer estos libros encadenados, nos quedan pocas dudas de que el autor continuará viendo el mundo a través del caleidoscopio del lenguaje.