ÁLVARO GARCÍA. SER SIN SITIO. COL. VANDALIA. FUNDACIÓN JOSÉ MANUEL LARA, 2014

Mucho ha llovido desde que Álvaro García (Málaga, 1965) publicó Para quemar el trapecio (1985), un libro primerizo que recogía sus poemas más precoces, editado en la colección  malagueña Puerta del Mar. No fue, sin embargo, hasta la publicación de La noche junto al árbol, libro con el que obtuvo el Premio Hiperión en 1989, cuando la voz de Álvaro García comenzó a hacerse oír en medio de la algarabía poética de aquella época, a pesar de no levantar la voz y practicar una poesía de tono conversacional, discreto, impresionista, sin enfáticas declaraciones ni propósitos audaces, una poesía que emplea el lenguaje cotidiano para hacerse entender, para decirse ante el lector. A partir de este libro, la trayectoria poética de Álvaro García no ha hecho más que crecer, eso sí, de manera muy pausada y convincente. Intemperie, su siguiente libro, data de 1995 y Para lo que no existe de 1999. Después llega el ciclo formado por Caída (2002), El río de agua (2005) y Canción en blanco (2012), galardonado con el Premio de Poesía Loewe. Ha sido incluido además en todas las antologías relevantes que se han preparado en los últimos años y su poesía ejerce, al decir de un nutrido grupo de críticos, un notable magisterio en los poetas más jóvenes.

Afortunadamente sus lectores no hemos tenido que esperar otros siete años para leer su nuevo libro, Ser sin sitio, publicado a tan solo dos años vista del anterior, libro que parece mantener, al menos eso sugiere su título, fuertes lazos programáticos con el libro Poesía sin estatua. Ser y no ser en poética (2005), un ensayo de carácter literario en el que reivindica la fuerza de la poesía para revelar conceptos universales, por encima de circunstancias anecdóticas o personales del propio poeta. El lenguaje poético debe ser capaz de trascender conceptos como tiempo y espacio para ganar en intemporalidad, en ubicuidad. La relación que Ser sin sitio mantiene con los tres libros precedentes no es sólo de carácter formal — aunque el único y extenso poema que constituye tanto Caída como El río de agua y Canción en blanco se subdivide aquí, por una parte, en tres largos fragmentos que abarcan respectivamente tres de las cuatro secciones «Ser sin sitio», «Ante la tumba de Jane Bowles» y «El viaje» que componen el libro (la cuarta y más fragmentada la forman un conjunto de diecisiete magníficos sonetos)— sino en lo que concierne al impulso que genera el poema, que no es otro que la necesidad de desvelar el misterio de la existencia, internándose a través de imágenes y símbolos, por medio de un lenguaje desnudo y esencial, en las aristas más inaccesibles del pensamiento. Álvaro García parece desmentir esta idea cuando afirma que «Ser sin sitio respira la aventura como de sonámbulo que supuso el ciclo anterior y a su modo convive con ella. La variedad formal (a la que he aludido más arriba) me ha ayudado a que en el libro, argumentalmente, las cosas se vayan liberando de su propio estado; a que los poemas se atrevan a atravesar la vida y reconocer y encarnar, con mayor desnudez, espacios sin lugar, el amor, la conciencia, la poesía: no sitios, extrañamente en calma», pero, en el fondo, esa variedad formal, por otra parte bastante restringida, obedece una indagación de carácter temporal, a un ejercicio de paralelismo episódico claramente emparentado con sus libros anteriores, algo que podemos comprobar desde el inicio: «Hacer del tiempo un sitio abriendo el tiempo/ igual que condenados bajo el peso del mundo/ a no ser casi más  o más que a ser;/ intermitencia de una inexistencia/ que ahora se concreta en ser sin más». Quizá sea esa concreción a la que alude la diferencia más evidente, pero el  propósito de unidad semántica, pese a ello, persiste con igual intención y destreza, como no podía ser de otra manera en un poeta que confiere a la poesía una función interrogativa más que valorativa. El poema breve, hablamos ahora de los sonetos incluidos en este libro, según Valéry, es el resultado de una exclamación, no hay apenas desarrollo y el principio y el fin se encuentran muy próximos, sin embargo, el poema extenso actual, que ya no está amordazado por prescripciones descriptivas o narrativas, está muy cerca de esa fulgurante expresión. Octavio Paz lo explica sabiamente: «La poesía está regida por el doble principio de la variedad dentro de la unidad. En el poema corto, la variedad se sacrifica a expensas de la unidad; en el poema largo, la variedad alcanza su plenitud sin romper la unidad». En el último libro de Álvaro García ambos procedimientos conviven y trabajan unidas por un mismo fin, hurgar en la experiencia, profundizar en la emoción desde un yo lírico que, sin rehuir lo autobiográfico, explora con absoluta libertad otros aspectos de esa realidad fragmentada en la que se haya sumergido. La singularidad que demuestra este libro abunda en este asunto, en que el poeta yuxtapone experiencias íntimas con otras de naturaleza más objetiva y, a pesar de ello, los versos no giran de manera obsesiva sobre el eje de un yo omnipotente. Tanto en los tres poemas extensos como, evidentemente, en los sonetos, la forma adquiere una importancia decisiva, porque esa precisión formal que emerge en la superficie del poema resulta ser sólo una máscara tras la que se oculta una complejidad ontológica, complejidad que a buen seguro extremaría su interpretación si el poeta hubiera recurrido a términos más abstractos y ambiguos para definirla. «Al escribir y amar somos inmunes», escribe Álvaro García, retando de esa manera al poderoso señor, al tiempo. Y es que tanto el amor como la escritura, el amor tomando cuerpo en la escritura, parece ser un sólido escudo frente a las injurias temporales.  Hasta el punto de concederle un estatus puramente espiritual, más allá de ese componente físico —«y querernos el uno al otro trama/ una conjura contra todo estado»—donde previamente se asienta: «Puede que nuestro amor sea una esencia/ que no requiere sitio en la existencia». Los escenarios en los cuales ese amor transcurre son los propios de la modernidad, ascensores, apartamentos, almacenes o museos, aunque son meramente eso, lugares de paso, un atrezzo secundario que no hace otra cosa que contextualizar el enamoramiento, porque a esos lugares «Ahora les da la luz de tu viaje/ y yo pienso que no hay nada más bello// que tu imagen captada por mi amor/ un día en que el viaje era interior». Un viaje, por otra parte, que ocupa el tema central de la última parte del libro, titulada así «El viaje». «Trato de distinguir cómo el viaje/ me revisa la vida…/ y es como un simulacro del destino» afirma Álvaro García. Un destino que une a hombres de negocios lo mismo que a amantes clandestinos o matrimonios de conveniencia —es rememorado el acuerdo “matrimonial” entre Érika y Auden—; un viaje que no es puramente físico, sino espiritual, como perfilan los versos con los que cierra el poema —y el poemario—: «Tú lo supiste antes, viaje en la memoria,/ viaje en la conciencia, en el amor./ Amar y ser como una transparencia./ Son una cosa sola el tiempo y el espacio», en un hermoso final de corte juanramoniano que nada nos sorprende. Hay una explícita influencia de Juan Ramón en la construcción del poema, en la preocupación metafísica —más perceptible incluso en la parte titulada «Ante la tumba de Jane Bowles», un claro ejemplo de ser sin sitio, porque vivió a caballo entre Nueva York y Tánger, para acabar enterrada en Málaga—, en esa vinculación entre poesía y pensamiento que observamos gracias la pulcritud expresiva, a las imágenes concretas, al intento de conciliar lo real y lo sentido, pero también se deja sentir el Cernuda metafísico, ese que afirma que la poesía «no requiere expresión abstracta, ni supone en necesariamente en el poeta algún sistema filosófico previo, sino que basta con dejar presentir, dentro de una obra poética esa correlación entre dos realidades, visible e invisible, del mundo». «Hay que buscar una poesía más humana —dice Álvaro García—, encontrar la humanidad en uno mismo y en los demás, con palabras lo más potente posibles, que no tienen que ser palabras raras». Cualquier lector atento de este libro podrá comprobar que esa búsqueda, búsqueda interminable, ha encontrado el camino perfecto: Un lenguaje que aúna precisión y hondura.