CHARLES BAUDELAIRE. POBRE BÉLGICA. PRÓLOGO, TRADUCCIÓN Y NOTAS DE PABLO M. LÓPEZ MARTÍNEZ Y MARIE-ANGE SANCHEZ. VALPARAÍSO EDICIONES, 2014
«Estaba imbuido por una fuerte impronta maniquea y sensible en especial a las fuerzas del infierno, tanto los del mundo terrestre (urbano) como los ultraterrenos». Así de contundente se muestra Czeslaw Miłosz en sus opiniones sobre Baudelaire en su libro Abecedario, y no puede resultarnos extraña esta contundencia después de leer Pobre Bélgica, (publicado ahora por primera vez en nuestro país, aunque fue en 1952 cuando vio la luz en francés, idioma que conocía bien el Nobel polaco). Cualquiera que lea la colección de artículos incluidos en este libro sobre lo que llama la «Clerofobia», el «Antijesuitismo» o lo que denomina «Impiedad belga», en los que arremete contra quienes ponen en cuestión los fundamentos religiosos y censura la, según él, inadmisible presión de los librepensadores (Bélgica es un estado laico) para que concluyan las prerrogativas de las que gozan la población católica, cualquiera puede compartir, cuando no superar, dichas afirmaciones, y es que Baudelaire, quizá por la precaria situación económica en la que vivió, por el escaso reconocimiento que suscitó su obra o por el empeoramiento de su maltrecha salud («Odiar a algunos individuos es una señal de salud. Odiar a un país entero es una señal de enfermedad grave» escriben Pichois y Ziegler en Baudelaire, una de las mejores biografías del poeta), saca toda la bilis que lleva dentro para denostar a un país en el que había cifrado sus esperanzas de éxito, y de sus habitantes, a los que considera un atajo de ignorantes, sin educación y sin dignidad.
Con este libro pretende «Hacer un libro divertido sobre un tema aburrido, como un farsa teatral» y quizá para lograr ese efecto teatral, grandilocuente en muchas ocasiónelas, exagera sus juicios, como si en la provocación hallara resarcimiento para sus muchas penalidades. Bélgica además es un trasunto de su propio país, razón por la cual no debemos limitar la frontera de la sátira al país de acogida, sino extenderlo hasta Francia, su propio país que tanto lo ha despreciado: «Con un esbozo de Bélgica se tiene la ventaja añadida de hacer una caricatura de Francia», escribe cuando está organizando el texto. Muchas de las costumbres belgas son criticadas, puestas en solfa sin piedad, a menudo con juicios arbitrarios («Un belga no anda, se cae a trompicones»), otras con justificado ingenio, como cuando da cuenta de la cría del pinzón, al que le cruelmente arrancaban los ojos para que cantara mejor. No se muestra menos audaz cuando habla de lo que llama «espejos espía», símbolo de la hipocresía, de la doble moral del ciudadano belga: «La cordialidad belga se manifiesta claramente con el espejo espía, que revela el aburrimiento del habitante y que no está dispuesto a abrir a los que llaman a la puerta». Ver sin ser vistos. Criticar sin ser criticados.
No se salvan tampoco de sus diatribas al paisaje, las bellas artes, los políticos o el mismo rey Leopoldo I, quien «encarna el verdadero tipo de bajeza hecha para tener éxito», acaso un retrato inverso de sí mismo, un endeble consuelo para su propia desgracia, mantener intacto su orgullo y su moralidad, a consta de ser un fracasado, pero Pobre Bélgica es mucho más que esto, es el relato de una esperanza frustrada (el recrudecimiento de la enfermedad, conferencias sin apenas público, contactos infructuosos con editores), la crónica de una estancia que se prolongó más de dos años, entre finales de abril de 1864 y primeros de julio de 1866, fecha en la que tuvo que regresar a París a causa de un ataque cerebral, la historia de un proyecto literario que quedaría finalmente inconcluso.
No ha debido ser fácil el trabajo Pablo M. López Martínez y Marie-Angie Sanchez, responsables de la edición porque, a pesar de contar con la edición francesa como referencia, el libro posee una complejidad notable por su estado fragmentario y por las abundantes referencias, exhaustiva y magníficamente comentadas en las notas a pie de página, realmente imprescindibles para alcanzar una comprensión efectiva del contenido. «Para la fijación del texto —escriben en el prólogo— corrección de arcaísmos y de erratas y ordenación de las notas, seguimos la edición realizada por Eugène Crépet [un pequeño error ha inducido a confundir a Eugène con su hijo Jacques] y Claude Pichois, a la que añadimos algunos folios que no pertenecen al manuscrito de Chantilly (manuscrito “Ronald Davis”) y que si fueron incluidos en la edición de Claude Pichois para la colección de la Pléyade». La edición de Valparaíso Ediciones incluye además una colección de epigramas titulada Amoenitates Belgicae, epigramas que recrean en verso temas bosquejados en prosa, por lo que suponen un complemento perfecto, una apostilla al proyecto inacabado del libro Pobre Bélgica. Un libro polémico, visceral, injusto en muchas ocasiones, pero que posee la calidad suficiente como para formar parte del corpus literario de un autor como Charles Baudelaire, uno de los nombres imprescindibles de la literatura universal, lo que ya supone en sí mismo una gran conquista, de ahí que su publicación en nuestro país tenga el carácter de un gran acontecimiento editorial que ningún lector avisado debe perderse.