JULIÁN CAÑIZARES MATA. SETENTA SALUDOS. EDITORIAL: SILTOLÁ POESÍA

La poesía de Julián Cañizares Mata (Albacete, 1972) guarda similitudes con la poesía confesional ―«Sólo soy / un hombre que ama. / Un hombre que da todo lo que tiene, / que necesita un sí para vivir en brazos», escribe en el primer poema de “Setenta saludos”―, con la poesía de crítica histórica y social―«Yo te pegué una hostia. / Tú me pegaste una hostia. / los dientes fundaron un partido político»―, con la poesía satírica ―«Tuve un hijo y todo lo demás dejó de importarme. / Dejó de importarme el devenir de la poesía española. / Dejó de importarme la política nefasta y el olor a cruz…»― y con la poesía vanguardista―«Aunque un niño llame pajarraco a un pájaro, / el pájaro seguirá siendo una tonelada de jardines»―, muy presente desde los propios títulos de los poemas. Por otra parte, el lenguaje utilizado, a menudo desenfadado, con cierto aire burlón, nos induce a pensar que el autor, deliberadamente, intenta jugar con el lector, ofreciéndole un “producto” en apariencia liviano, superficial, intrascendente, en que, acaso su única ambición consista en romper los patrones de la poesía más convencional, más rígida y atenta a los ritmos y asuntos tradicionales, desgastados por el uso y, por ende, menos propensos a aventurarse lejos de los temas y las formas más trilladas. Creo en todo lo dicho anteriormente hay cierto grado de verdad, pero quedarnos en ello sería mirar con anteojeras. Por detrás de esa aparente falta de ambición se asoma una profunda reflexión sobre, entre otras cosas, los mecanismos del poder. De ahí que el núcleo temático de “Setenta saludos” se articule en torno a la violencia. Muchos son las perspectivas versales desde las que se enfoca su origen y su repercusión, siempre colectiva, aunque comience desde un acto individual, incluso íntimo. Veamos algunos ejemplos: «y la violencia es no pararse a pensar / por qué las cosas ocurren y no mejoran», «La violencia no es un fin en sí mismo. / Es un mecanismo de defensa…», «Lo que es violento es no vivir siempre. / Es no ver el paisaje recién visto. Es no saber / qué ocurrió con tu hijo…». Esa violencia no es solo patrimonio de actos beligerantes, se manifiesta también, y de modo más amenazante por lo disimulado, en nuestros actos cotidianos. Ese es el ámbito que trata de esclarecer Julián Cañizares en sus poemas. La violencia subyacente se hace presente en nuestra forma de ignorar ciertas agresiones, ciertos acontecimientos del pasado: «Olvidar es violencia», escribe. Ese mecanismo de defensa al que hemos hecho alusión actúa contra qué, pues, al parecer, contra todo aquello que nos agrede en la vida diaria, contra todo aquello que nos esclaviza y nos desasosiega, sin apenas ser conscientes de ello, contra la futilidad y el paso del tiempo: «Doy mi vida al amor, porque es lo único que vence al tiempo» o, más que vencerlo, lo desafía, escribe, pero también son suyos estos versos que lo contradicen: «No debe bastar solo con el amor. / Tiene que haber algo más, / que me haga seguir buscando, / que me tenga en vela toda la vida». El peculiar modo de aproximarse a lo real de Cañizares nos muestra una realidad poco común, plagada de recovecos y fragmentaciones, de alusiones que sugieren más que afirman: «Lo más importante / de la continuidad de la vida / es saber que todo se transforma, / pero la esencia siempre es la misma». Esta alusión al principio de Lavoisier es un ejemplo excelente de esa idea. Con un lenguaje sin alardes, alejado de los tópicos más frecuentes de cierta poesía española anclada en formulaciones obsoletas. Además de la frescura de su propuesta, es notoria su veta irracional,  pero repleta de una fuerte carga metafórica y la colisión permanente entre la elaboración figurativa del discurso y su expresión formal, con la que va construyendo un mundo a su medida, hecho con materiales como la incertidumbre, la reflexión cívica y moral y un claro anclaje metafísico: «La violencia / es notable, porque existe su profundo / y perseguidor pensamiento». No sorprende, por tanto, que sea el poema otro de las herramientas ―recordemos que antes mencionó el amor― con las que desarmar el engranaje de la violencia. Un poema de amor es, por tanto, la combinación perfecta: «no se me ocurre otra idea mejor, menos mala, / de acabar con la violencia», escribe en «Quince despertares», porque, más dura que la violencia coyuntural, que la violencia bélica, laboral o de género, es, como señalábamos al principio, esa violencia casi invisible, la cotidiana que resumen estos versos: «Lo que es violento es no vivir siempre. / Es no ver el paisaje recién visto. Es no saber / qué pasó con tu hijo…», y la única forma de atenuar esos efectos reside en no dejarse perturbar, en encarar el tránsito cotidiano con alegría y una cierta visión épica de la existencia.

  • Reseña publicada en El Diario Montañés, 21/10/2022