ARCE

MANUEL ARCE, UN ÁRBOL SOLITARIO.*

«Quien vive sin memoria no ha salido aún del paraíso». Este es uno de los aforismos que de Manuel Arce (1928), integrado en el libro “Aforismos” (2013). Ese estado virginal al que hace alusión el autor, esa referencia a la pureza resulta conmovedora porque revela un estado anterior al pecado y a la penitencia que este lleva aparejada, pero, por más que poéticamente vivir sin memoria resulte una metáfora de la inocencia, del paraíso perdido, no deja de ser un impedimento que coarta el futuro y tergiversa el presente al mostrar una visión sesgada de la existencia. La memoria es fundamental para consolidar ese proceso en construcción permanente que llamamos identidad, pero, además, la memoria posee una función colectiva, histórica —nos atrevemos a aventurar—, de suma importancia para reconocernos en lo ajeno, en el prójimo, en el otro, incluso para que ese otro se reconozca, a su vez, en nuestra mirada. Quien vive sin memoria vive como si no estuviera despierto del todo, vive de espaldas a la realidad y renuncia a aquello que Thoreau llamó “la herencia del mundo”. Por eso no es conveniente dejar que crezcan a nuestro alrededor las zarzas del olvido. El olvido ningunea a las personas e invisibiliza acontecimientos, aviva la ausencia y espolea la ignorancia, por más que olvidar sea necesario para asimilar la crudeza de la realidad: «Olvidar —escribe Carlos Castilla del Pino— es una forma, económicamente necesaria, de disolver aquella parte de nosotros que, por diversas razones (algunas conocidas, otras ni siquiera cognoscibles), no toleramos. Cada recuerdo (de alguien, sobre algo y en algún lugar) es un Yo. Entre uno y otro Yo se abren fisuras, que a menudo se suturan mediante recuerdos o seudorrecuerdos (las imprecisamente denominadas “ilusiones de la memoria”)».

     Deducimos de lo dicho más arriba que, al menos, hay dos tipos de olvido. Uno olvido inconsciente que cauteriza las heridas y ejerce un efecto salvífico y otro de consecuencias nocivas, un olvido voluntario que actúa como un disolvente cuyo fin es deshacerse de todo aquello que, por una razón u otra nos resulta molesto o antipático. Las instituciones, los organismos públicos y privados, la colectividad en general suelen ser quienes emplean esta treta con mayor prodigalidad, pero sin ostentar el monopolio; no es infrecuente encontrar individuos que cultivan ese absentismo evocativo.

     Afortunadamente, pese a la incuria con la que una sociedad cada vez más globalizada y tecnificada, agravia a los creadores de su entorno, Manuel Arce y su obra siguen estando muy presentes en la memoria cultural de nuestra comunidad autónoma. Y es que desde muy joven, allá por el año 1948, fecha en la que creó la revista “La Isla de los Ratones” —es decir, hace la friolera de setenta años— hasta hace solo unos pocos años (recordemos que en 2013 publicó el libro al que hacíamos mención al comienzo de esta líneas, “Aforismos”) ha permanecido en activo con numerosísimos proyectos que traspasaron las fronteras de una región, por otra parte, de tan escasas dimensiones, no solo geográficas.

     Manuel Arce cumplirá 90 años dentro de unos días (Julio San Saiz, pintor y poeta, también los cumplirá al lo largo de este año) y creemos que, para celebrar esa onomástica, es necesario no dejar que caigan en el olvido algunas de sus logros como escritor, como poeta, como editor y galerista, como gestor cultural, en definitiva. Su contribución intelectual es innegable y no debemos permitir que la falta de curiosidad por el pasado y el utilitarismo creciente ensombrezcan su legado. La aventura editorial de “La Isla de los Ratones” iniciada en 1948 se amplió con la edición de una colección de libros de igual título dedicada primordialmente al arte y la poesía, que sobrevivió hasta 1986. Actividad esta que Arce compatibilizó con la dirección de la galería/librería Sur, fundada en 1952 con una exposición de Benjamín Palencia, y por la que pasaron los pintores a la sazón más relevantes del panorama nacional (Escuela de Vallecas, Informalismo, Abstracción, etc.), así como algunas figuras internacionales recogidas bajo los epígrafes de «Maestros europeos» o «Clásicos contemporáneos». La galería cerró sus puertas en 1994 (en 1996 el Museo Nacional Reina Sofía celebró una exposición documental titulada “Sur. Un escenario para la memoria”, rememorando la trayectoria de la galería). Parece que estamos hablando de un pasado muy lejano y, ciertamente, a la velocidad a la que se suceden los acontecimientos hoy en día, todo esto puede sonar a prehistórico pero, teniendo en cuanta la atonía cultural de la época, no cabe duda de que gracias a proyectos de este calibre, nuestra mentalidad fue abriéndose a las nuevas corrientes intelectuales que destacaban en Europa. Pese a la falta de tiempo, no desatendió Manuel Arce su compromiso público. Fue —eso sí, durante muy poco tiempo— concejal de ayuntamiento de Santander, encuadrado en las filas socialistas y desarrolló una labor fructífera y, nos consta, muy gratificante para el autor, presidente del Consejo Social de la Universidad de Cantabria durante diez años (los premios que convoca anualmente dicha Universidad y que él contribuyó a crear, llevan su nombre).

     Hemos dejado deliberadamente para el final su obra literaria no porque menospreciemos el trabajo “administrativo”, sino porque es ésta la que le ha proporcionado un lugar de privilegio en la historia literaria de nuestro región y, confiamos, mucho más que una somera referencia o una nota a pie de página en los estudios sobre la novela española de la segunda mitad del siglo pasado. Es cierto que Manuel Arce comenzó siendo poeta —“Llamada” (1949), “Sombra de un amor” (1952) y “Biografía de un desconocido” (1954)— pero su consagración llegó con la novela con títulos como “Testamento en la montaña” (1956), “Oficio de muchachos (1963) —ambas llevadas al cine— y la más reciente, “El latido de la memoria” (2006), con la que obtuvo el Premio Emilio Alarcos, todas ellas enmarcadas en el llamado estilo realista, muy asentado sobre todo en las décadas de los cincuenta y sesenta del pasado siglo. “Los papeles de una vida recobrado” (2010) recoge su obra memoralística y es de obligada lectura para todo aquel que desee sumergirse en la vida cultural santanderina de los últimos decenios. No ha sido Manuel Arce un escritor prolífico —estamos seguros de que su dedicación a la obra ajena le ha restado tiempo para la propia—, pero sería injusto no reconocer sus innegables méritos, también literarios, porque algunos escritores ejemplifican lo que muchos desean llegar a ser sin conseguirlo y, aunque en este recuerdo apresurado se nos escapen asuntos sustanciales que con toda probabilidad el tiempo esclarecerá, no nos cabe ninguna duda de que Manuel Arce es uno de ellos.

Artículo publicado en el suplemento cultural Sotileza de El Diario Montañés, 2/02/2018