JAVIER BOZALONGO. NOMBRAR LA HERIDA. SONÁMBULOS EDICIONES.
 
Según Octavio Paz, «La realidad más allá del lenguaje no es del todo realidad». Según esto, Paz cree que el lenguaje construye y da forma a lo real y deposita una fe sin fisuras en el poder de la palabra, algo que comparte Javier Bozalongo (Tarragona, 1961) ―autor de títulos como “Viaje improbable” (2008), “La casa a oscuras” (2009) o “Todas las lluvias son la misma lluvia” (2018)― que ha puesto todo su empeño en dar voz a las protagonistas de unas vidas malogradas, cercenadas por la violencia inherente a toda sociedad enferma. El acto de nombrar, de alguna forma, refuerza la memoria y pone en alerta a las conciencias adormecidas, restituye la cadencia natural de los acontecimientos, visibiliza, en fin, la tragedia. «Nombraros ¿no es poseeros / para siempre, cosas, nombres?» se preguntaba José Hierro en el poema «Nombrar perecedero». Otra cosa es analizar si la palabra poética es eficaz o no a la hora de salvaguardar la dignidad dentro de una sociedad corrompida y autocomplaciente y si esa palabra comprometida es capaz de mantener su esencia. Sobre este asunto, Luis Bagué Quílez afirma que estamos ante «una lírica que no renuncia ni al egotismo ni a la meditación elegiaca, pero que ensancha este espacio discursivo con una mirada atenta al universo urbano y al entramado cívico subyacente». Bozalongo no parece albergar dudas al respecto porque piensa, con León Felipe, que «el poeta habla desde el nivel exacto de la hitoria» y ha dedicado el rigor de su palabra a dar respuesta a los que ocurre en el mundo, a denunciar la injusticia del olvido, probablemente porque cree, como le ocurría a Benedetti, que la única salvación de la palabra es ser el instrumento para restablecer la dignidad perdida, por más que sea consciente de que su denuncia «no mitiga el dolor / ni busca compasión, / es solo una advertencia hacia el futuro».
     El libro comienza con sendos poemas dedicados a la madre y al padre, respectivamente, del poeta. Son poemas intimistas, de agradecimiento vital que, a precisamente por esa declarada intención, acentúan el contraste con el resto de “Nombrar la herida”, de carácter más social y comprometido, que describen el drama y el horror que han sufrido ―que sufren― mujeres y niñas con nombres y apellidos. Son poco más de veinte, pero encarnan el sufrimiento de miles, de millones de seres que padecen en silencio la violencia patriarcal, la incomprensión familiar e institucional, la exclusión social, en definitiva. «Yo quise únicamente tener una familia, / ver crecer a mis hijos / soñando que él volvía a casa del trabajo / y a pesar del cansancio podía sonreír», dice Ana en la primera de la sección «Las heridas». El escenario, la geografía de las situaciones descritas difiere en muchos de los casos, pero un mismo destino pone fin a cada historia personal. Asesinadas por su activismo social, como en el caso de Berta Cáceres, quién creía en el poder transformador de la palabra: «La palabra ha sido suficiente: / con ella convencí a todo un pueblo / y lo movilicé contra el abuso / que en su interés los poderosos / hacen creer en los despachos». Como vemos, el lenguaje de Bozalongo es directo, informativo, sin concesiones a la retórica porque se atiene a los hechos. No dramatiza de forma superflua, pero tampoco esquiva la crudeza. En estos poemas hay una justa proporción entre ética y estética, entre crítica social y rigor verbal que tiene un efecto catártico, no se trata de reabrir heridas, pero esas vidas truncadas merecen que el poeta extreme la fuerza expresiva de su discurso para que la servidumbre de lo habitual, por una parte, no nos convierta en sordos y ciegos y, por otra, para que su valor simbólico no desvirtúe los efectos del recuerdo: «No hay en el cementerio un lugar para mí, / no hay lápida, / no hay flores, / nadie me está llorando / porque nadie recuerda quién era cuando vine». Todas las circunstancias descritas no han perdido, desgraciadamente, vigencia alguna. Las mujeres siguen padeciendo trata de blancas, prostitución, maltrato doméstico, violaciones, exclusión religiosa y otras muchas formas de sometimiento, por eso este libro, de innegable calidad poética, es también un necesario alegato de las víctimas. La manifestación más elevada de la literatura, de la poesía en este caso, consiste en expresar el miedo a la muerte y las consecuencias que dicho suceso tiene no solo en quienes la padecen, sino en esos testigos involuntarios que la sufren en silencio
     En «Vivir solo», el último poema de «Epílogo», la sección final del libro, Bozalongo escribe: «Por eso me da miedo vivir solo, / por si después no encuentro los recuerdos / escondidos en todos los rincones». La mejor manera de evitar esa especie de amnesia es nombrar, hacer visible las heridas que inflige el más fuerte sobre el más débil, alimentar la memoria con la evocación, con la intención de que el anonimato no oculte la verdad, con la esperanza de que la barbarie no quede impune. Javier Bozalongo, como escribe María Alcantarilla en la contracubierta, «nos conduce de la mano y nos insta a caminar a través de las vidas de más de una quincena de mujeres cuyos destinos, además de dolorosos, resultan admirables por la humanidad con la que el autor nos las presenta».
Reseña publicada el 14/04/2022 en El Diario Montañés
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