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CHARLES SIMIC. PASEANDO AL GATO NEGRO. TRADUCCIÓN DE NIEVES GARCÍA PRADOS. EDITORIAL VALPARAÍSO EDICIONES. 2017

La versión original de este libro, publicada en 1996, fue finalista del National Book Award, un premio que, hasta ahora, Charles Simic (Belgrado, 1938), no ha obtenido (sí ha recibido otros incluso más importantes, como el Pulitzer o la Medalla Frost), algo, que, por otra parte, no deja de ser algo anecdótico cuando hablamos de una poesía como la de Simic, unánimemente reconocida por su excelencia. No resulta fácil, además, adscribirla a un determinado rótulo estético. Simic rehúye las clasificaciones, quizá no de modo deliberado, porque el carácter visionario, incluso alucinatorio, que poseen sus poemas no puede provenir de estructuras mentales cerradas, sino del libre albedrío asociativo, del azar, de la expectación permanente y, cómo no, de un poso cultural en el que conviven la tradición secular europea con la modernidad norteamericana.

     La observación de la realidad desde un rincón oscuro permite a Simic ver lo que nadie ve, ser testigo de unas situaciones que, por inverosímiles que nos parezcan, suceden delante de nuestros ojos con insultante frecuencia, aunque tratemos de evitarlas porque las consideramos obra de locos o de marginados. Simic, por el contrario, parece ponerse en su piel y hablarnos desde esa toma de conciencia. Las muchas voces que oímos en los poemas de Simic no proviene de un a sucesión de heterónimos, sino de un único personaje que, como un ventrílocuo, disfraza su propia voz para adoptar otros roles existenciales. Basta con leer, por ejemplo, el poema titulado «Fantasmas», para darnos cuenta de hasta dónde llega esa identificación, para percibir esa connivencia de intereses: «Se trata del modo en el que os quedáis mirando al pasar / al que ya debe ser mi propio fantasma, / antes de que digáis adiós / tan inesperadamente como llegasteis, / sin que ninguno de nosotros rompa el silencio». Otro tanto ocurre con el magnífico «La historia de la felicidad», en el que afirma que «Mi felicidad está ocupada haciendo felices a otro».

   No es fácil diseccionar la poesía de Simic aludiendo solo a arquetipos, aunque estos provenga de cuotas irracionales o surreales, y no lo es porque el ensamblaje de imágenes al que aluden las palabras tiene más que ver con la destilación de la memoria que con arbitrarias analogías, que con perversas e intencionadas yuxtaposiciones.

   No es una escritura fragmentaria la de Simic. A pesar de frecuentar cierto minimalismo expresivo, el discurso presenta una narratividad sin sobresaltos. Estos manan de otra fuente, la que nace de un profundo estado de interiorización en el que los recuerdos conviven sin ningún orden temporal. Acaso por esa razón, cuando emergen a la superficie de la página, arrastran sedimentos de muy distinta densidad que hacen casi imposible discernirlos por completo. La poesía de Simic nos gana por su innata capacidad de sugerencia, por su ambigüedad, no por su comunicabilidad y es que «Nada es lo que parece ser, / ni siquiera nosotros». Como el mago de su poema, parece que Simic es un hábil prestidigitador que saca las imágenes de la manga, unas imágenes que no están «Ni en este mundo con su oso encadenado / y su espejo mágico, / ni en el otro, / donde las nubes flotan y las ovejas pastan».

     Después de finalizar la lectura del libro no resulta inverosímil que nos preguntemos sobre qué es lo que hemos leído. La respuesta no es fácil. Los poemas de Simic hablan de infinidad de cosas que aparentemente no guardan relación alguna: un canario que «agita las alas como si estuviera aplaudiendo»; unos naipes marcados «para hacer trampas contra mí mismo»; un predicador al que le gustaría «ser el videojuego de Dios / en un salón cerrado de máquinas recreativas»; de moscas de matadero que pasan «sus patas ensangrentadas / sobre las páginas de mis libros escolares»; de la señorita Jones que «en el funeral / se bajaba la falda para cubrir sus rodillas». Son innumerables y, por lo general., desconcertantes los resortes que mueven el complejo mundo en el que vivimos. Charles Simic no pretende descifrar ese mecanismo, sino dar testimonio de dicha complejidad. En Paseando al gato negro (símbolo de mala suerte para los supersticiosos) Simic regresa a su Belgrado natal para saltar sin red a un club de medianoche en el que es posible que comparezca Emily Dickinson; rememora su vida de inmigrante en los barrios bajos al tiempo que describe como Jesús conduce a toda velocidad por el bulevar de Santa Mónica. No hay en este libro un momento de distensión. Los poemas, excelentemente traducidos por Nieves García Prados, funcionan como un todo que no da tregua al lector, como hace siempre la gran poesía.

 

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