FRANCISCO JAVIER IRAZOKI. CIENTO NOVENTA ESPEJOS. EDITORIAL HIPERIÓN. 2017*
Estamos ante un libro heterogéneo que no atiende a un género determinado, aunque la vocación diarística de los textos predomine sobre otros de carácter informativo, narrativo e, incluso, poético, no en vano su autor, Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) frecuenta desde hace años ese género híbrido que es el poema en prosa (Los hombres intermitentes y Orquesta de desaparecidos son prueba de ello) y, a tenor de lo leído, muchos de estos textos podrían agruparse bajo ese epígrafe. ¿Qué diferencia, entonces, los textos de “Ciento noventa espejos” de los precedentes? Pues la decidida intención de circunscribirlos a unas normas prefijadas, porque aquí «Todos los textos, incluida la nota preliminar, se componen de ciento noventa palabras. Cada una de estas palabras es un espejo en el que me asomo». Por supuesto, cada autor es libre de fijar sus propias reglas, reglas que, por otra parte, en nada difieren de la artificialidad de otras que actualmente consideramos canónicas como la sextina, La décima o el soneto, por ejemplo. «Mis piezas son una especie de soneto en prosa», afirma Irazoki.
Dejando al margen esas premisas estructurales, lo primero que nos llama la atención es que Irazoki no necesita retorcer el lenguaje para crear un estilo propio, aunque el autor piense que «el estilo invariable se parece a una prisión estética». El lenguaje cotidiano, a la par que preciso; las frases breves y aclaratorias sabiamente combinadas con digresiones metáforicas que extreman la sutileza referencial y que provienen, con toda probabilidad, del contacto del autor con el surrealismo; el ritmo acompasado que conduce al lector desde ese remanso aparente del comienzo de cada texto hasta un final esclarecedor, casi didáctico, en el que detectamos, además, la cola de una mecha alusiva son marcas de la casa.
Tienen cabida en Ciento noventa espejos asuntos de todo tipo. Los hay de tema viajero: Nueva York, Tel Aviv o Estambul «Recientemente permanecí durante un mes en Estambul, donde me pareció adivinar uno de los principales peligros del futuro. Unas creencias trasmitían tanto odio como miedo hacia el cuerpo femenino, y las voces de los almuédanos descendían en forma de velo sobre las cabeza de las muchachas» Como no podía ser menos, la música —el autor ha cursado estudios musicales en París, ciudad en la que reside desde 1993— está muy presente a través de interpretes como Paco de Lucía, Enrique Morante o Niño de Elche pero también de Brassens, Auserón, Coltrane o el blues. Contiene este libro hermosas páginas dedicadas a autores tan distintos como Pla, Genet, Kafka («Con el frio verbal, un artista trasmutó nuestros laberintos interiores en un mapa») o Dionisio Ridruejo; a la poesía y a la crítica: «Algunos críticos y escritores —escribe— opinan que la poesía se aleja definitivamente de los límites del verso. Otros la ven refugiada en páginas de género literario indefinido. Mientras se habla de apertura y evolución, sus lectores deben hacer cursos de espeleología y alpinismo para la búsqueda eficaz de unos volúmenes que a menudo ocupan las baldas menos accesibles de las librerías» (un toque de atención para no malgastar las fuerzas y concentrarlas en lo esencial, en esa especie de autoexilio en el que se está refugiando la poesía verdadera en la actualidad); al arte o el cine.
La actualidad es tratada de un modo lateral y las cuestiones que se plantean poseen carácter histórico, como el nacionalismo: «En cualquier ambiente de fervor, cuando era más joven me gustaba decir que la calidad de unas ideas políticas se podía medir por su respeto a las contrarias. Pasado el tiempo, encontré un método más eficaz y rápido para sopesar dichas calidades: comprobar sí la ideología era compatible con el sentido del humor». Poco podemos añadir después de lo visto últimamente.
Quedan muchas cosas fuera de esta reseña, pero me gustaría significar que un mismo hilo conductor une las entradas de este volumen: la parsimonia, y esto es algo que no se improvisa, que está en los genes de quien escribe. Francisco Javier Irazoki tiene fama de hombre ecuánime y, sin embargo, no obvia la crítica y el desacuerdo hacia las atrocidades cotidianas, lo que certifica que tanto para el elogio como para el desacuerdo sobran la exégesis y el vituperio. «La poesía no es una delicadeza decorativa, sino una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia» escribió en un poema de su anterior libro, Orquesta de desaparecidos. Una conciencia para la cual lo importante es un paisaje, una música, una lectura, «una coherencia que no crea presidios […] Las páginas del poeta que es un vehículo transparente en sus mejores versos. No padecer el fracaso que llaman envidia […] No ser el bufón de la propia conciencia. Envejecer sentado en un refugio de preguntas. El goce de no tener tiempo para el odio».
*Reseña publicada el 5 de enero en Sotileza, suplemento cultural de El Diario Montañés.