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MIGUEL ÁNGEL VELASCO. PÓLVORA EN EL SUEÑO (ANTOLOGÍA). EDICIÓN DE ALFREDO RODRÍGUEZ. CHAMÁN EDICIONES, 2017

«Lo que intento hacer —responde Miguel Ángel Velasco (1963-2010) a su entrevistador— es una poesía de la atención. Partiendo de un objeto dado, ver cómo este se corresponde estructuralmente con formaciones análogas de otros ámbitos, entregarme a su capacidad evocadora, indagar en esa trama de la correspondencia». No creo que se pueda describir de mejor forma la intensa aventura poética de nuestro autor, una aventura centrada en la atención permanente al entorno y a sí mismo que comenzó muy pronto —Velasco tenía dieciséis años cuando obtuvo un accésit del Premio Adonáis, con la publicación de Sobre el silencio y otros llantos. Poco tiempo después su libro Las berlinas del sueño (1981) alcanzaría el entonces preciado galardón. Este prematuro éxito se vio consolidado con el libro Pericoloso sporgersi, con el que obtuvo el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla. Siendo fiel al espíritu del poeta, ninguno de estos tres libros, sin embargo, está recogido en Pólvora en el sueño, la antología que ha preparado el también poeta Alfredo Rodríguez, autor además del excelente prólogo (una poda estricta, como ha hecho, por otra parte, Vicente Gallego, antólogo e íntimo amigo de Velasco, con su propia poesía). Miguel Ángel Velasco fue, en palabras de Rodríguez «un poeta verdadero, alguien que vivía la literatura, y por encima de todo la Poesía, más que como un oficio como un sacerdocio, siempre alejado de los aparadores literarios más convencionales […] llevaba la poesía cosida a las entrañas del alma, pues para él suponía un sacramento radical, mágico, telúrico, que le llevó a cruzar unas cuantas fronteras y a buscar en otros mundos, aunque estén en este, nuevos y arriesgados mapas para su creación».

   La selección comienza con poemas de Sermón del fresno (1995), un libro que, después de un largo silencio editorial, supone el inicio de una transformación poética. «En esta segunda etapa —escribe Rodríguez— ya refulge plena la intuición poética y el don de su lenguaje», un lenguaje más lírico, mucho más esmerado y rico, que presta especial atención al ritmo clásico y alterna una métrica endecasílaba y alejandrina, un leguaje, en fin, que se adapta mejor al carácter reflexivo que ha adoptado su poesía. La vida desatada (1998) supone un paso más en esa poesía del pensamiento que se ha impuesto en la dicción del poeta. El motivo no puede ser más elocuente: el proceso de la enfermedad que desemboca en la muerte del padre. Con un tono a medias manriqueño a medias dylaniano, Velasco es capaz de trasmitir el dolor de la pérdida con una intensidad que hace temblar al lector: «Recuerdo que aún en la cama de aquel hospital / me evocabas, en su estantería, los tomos de Gibbon, / diciendo que acaso de vuelta a la casa / podrías leerlos al fin, / y cómo brillaban tus ojos / pensando en el fresco rincón / donde, bajo la parra, en verano, solías sentarte a leer». Esta especie de distanciamiento aséptico no es más que una artimaña, necesaria para no caer en el patetismo, porque encubre una alta dosis de emotividad y de autenticidad sin descuidar la precisión semántica.

   La miel salvaje (2003), Premio Fundación Loewe de Poesía, supone un paso más en la depuración lingüística y la inmersión el concepto visionario de la poesía: «Hablar de la experiencia visionaria —escribe Velasco— es un trance para el que no cabe ahorrar cautelas, por cuanto es fácil ir a dar en una terminología ampulosa, saturada de términos correspondientes al campo semántico de la religión». Poco a poco el poema se adensa, se estiliza, abandona casi por completo el componente narrativo, más propio para describir sensaciones o acontecimientos, para dedicar sus esfuerzos a depurar el lenguaje en busca de esa desnudez que requiere una poesía esencialista, una poesía que busca indagar en el alma de las cosas: «Violenté la bisagra / del ver, saqué de quicio / la ventana del alma», escribe en el poema «Fractal». Esa depuración a la que hemos mención fue, si cabe, agudizándose en los libros posteriores —Fuego de rueda (2006), Memoria al trasluz (2008) y Ánima de cañón (2010) y el póstumo La muerte una vez más (2012)—al tiempo que la reflexión existencial se hace más descarnada, lo que no resta vigor ni sensatez a su vívido sentimiento de gratitud por el hecho de estar vivo. El poeta es, para Velasco, «una especie de médium que es utilizado por el lenguaje», pero si pensáramos que esta elección le hace desentenderse de la realidad, estaríamos equivocados. Baste para desmentirlo esta declaración, trufada de sabiduría y honestidad, del propio poeta, cuando se le interroga sobre la función pública de la poesía: «La poesía, pese a sus evidentes limitaciones para repercutir en la cosa púbica, tiene su modesta pero puntual función política, y clarísima, en cuanto que contribuye a combatir la pereza mental, que es la que hace a los ciudadanos dóciles […] La palabra poética hace hincapié en la necesidad apremiante de recuperar el espacio público para un diálogo maduro». Miguel Ángel Velasco murió demasiado joven («Porque quiso el destino, / en pago a tanta dicha / de aquel amor vibrando su oriflama / por fuentes y espesuras, que muy jóvenes / supiéramos la muerte»), pero su obra posee una entidad tal que podemos considerarla como de las más intensas de las últimas décadas. El magnifico libro que ha editado Alfredo Rodríguez es la mejor manera de constatarlo.

 

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