SHARON OLDS. LA CÉLULA DE ORO. TRADUCCIÓN DE ÓSCAR CURIESES. BARTLEBY EDITORES, 2017
Cada libro de Sharon Olds (San Francisco, 1942) supone un ejercicio de vaciamiento emocional que no deja indiferente al lector, incluso cuando este busca en la poesía una sublimación de esas emociones a través de un lenguaje simbólico, menos directo y referencial que el que emplea nuestra poeta. La célula de oro (The Gold Cell en el original. Un título polisémico que presenta diversas interpretaciones, como ocurre, por otra parte, con Apuntes de una celda —Entries of the Cell— de Frank Wright), uno de sus primeros libros —la edición original data de 1987— confirma esta idea ya constatada suficientemente en otros títulos traducidos al castellano con anterioridad: Satán dice (2001), en traducción de Rosa Lentini y Ricardo Cano Gaviria; El padre —en traducción de Mori Ponsowy— y Los muertos y los vivos —en traducción de Juan José Almagro Iglesias y Carlos Jiménez Arribas (estos dos últimos publicados, como La célula de oro, por Bartleby Editores).
Sharon Olds goza de un merecidísimo prestigio en su país. Ha sido galardonada con premios como el San Francisco Poetry Center Award por su primer título —Satan says, libro publicado cuando la autora contaba ya 37 años, escrito como una necesidad: «estaba dispuesta a desprenderme de todo lo que había aprendido hasta entonces en mi doctorado en la Universidad de Columbia a cambio de poder escribir mis propios poemas»—, el Premio Lamont, The National Books Critics Circle Award y el Premio T. S. Eliot en 2012. Ha sido poeta laureada del Estado de Nueva York entre 1998-2000 y obtuvo el Pulitzer por Stag´s Leap en 2013. Su poesía es ácidamente crítica con el estado de las cosas tanto con respecto de la familia («¿Mi hermano? ¿Mi hermana? ¿Nosotros, que habíamos permanecido en silencio / oprimidos por él, oprimidos por él durante años», escribe en el poema «Historia: 13») como en lo que concierne a la sociedad en la que vive. Reivindica la igualdad sexual, manifiesta su desacuerdo con la política imperialista de su país (a este respecto no conviene olvidar que participó como voluntaria en programas de apoyo a veteranos de las guerras de Iraq y Afganistán y que en 2005 rechazó una invitación de la, entonces, Primera Dama norteamericana Laura Busch para visitar la Casa Blanca con esta palabras: «Muchísimos norteamericanos que sintieron orgullo por nuestro país, ahora sienten angustia y vergüenza, por este régimen vigente de sangre, heridas y fuego. Pienso en el mantel limpio de tu mesa, los cuchillos brillantes y las llamas de las velas, y no podría digerirlo»), despelleja a sus parientes cercanos (la figura de su padre no sale muy bien parada: «Se tumbaba en el sofá por las noches, / con la boca abierta, la oscuridad de la habitación / llenando su boca, y nadie advertía / que mi padre se estaba comiendo a sus hijos»), es, en fin, irreverente y contestataria.
Rafael Saravia, poeta y fundador del Premio Leteo que se le otorgó en 2015 justificó dicha concesión aludiendo a «su valentía dialéctica», por haber generado «una voz disidente con el poder fáctico» («No puedo permanecer callada ante lo que veo que sucede en mi país. No puedo sancionar con mi poesía las atrocidades que lleva a cabo mi gobierno» ha dicho Olds en numerosas ocasiones). Nada más cierto. Esa valentía dialéctica no está exenta, sin embargo, de algunos riesgos. Entre ellos no es el menor conceder un excesivo protagonismo a la visceralidad, quizá en detrimento de una contención expresiva siempre estimulante cuando hablamos de poesía o el exacerbado ejercicio solipsista que facilita cierta solidaridad con el cómplice pero que puede producir incluso rechazo en el lector ajeno, cuando no neutral, a esas experiencias. Ella misma es consciente de estas objeciones, que trata de revocar cuando afirma —en entrevista de Ricardo Lago para el diario El País— que «A muchos les molesta la manera en la que abordo la sexualidad o ciertos aspectos de la intimidad familiar como qué significa ser madre o ser hija: o que escriba la dolorosísima crónica del abandono de una esposa por parte del marido. O las fases terribles de la muerte de un padre, víctima de cáncer».
Para Sharon Olds no hay ningún tema tabú, por eso poetiza las deformaciones que sufre el cuerpo —un cuerpo que, por otra parte, se celebra en su pura desnudez, en su carnalidad más intrínseca— a causa del envejecimiento o la enfermedad, la maternidad o el adulterio, la menstruación, el desamor o la violencia sexual porque todo ello pertenece al ámbito de su propia experiencia, y como tal la disecciona. La página en la que escribe el poema es como una mesa para practicar autopsias. La experiencia queda así a merced del escalpelo del lenguaje, un lenguaje aséptico como el de una noticia periodística o el de un informe forense (a veces excesivamente frío, con términos que parecen provenir de la medicina legal) y, en otras ocasiones, apasionado y vehemente, más apropiado para un encuentro erótico, con la particularidad añadida del alto porcentaje de autobiografía que hay en cada poema. A Sharon Olds no parecen preocuparle esas disquisiciones posmodernas acerca de la desintegración del sujeto o de la presunta ficcionalidad de la escritura. Ella escribe desde una atalaya que le permite observar desde lejos su propia intimidad. La lejanía no solo pretende objetivar esa experiencia, sino ampliar el campo de visión para aportar al poema hasta el más mínimo detalle que explique la narración de los acontecimientos. Dichos detalles no precisan de recursos literarios para convertirlos en materia poética, de hecho, como afirma Óscar Curieses, traductor y prologuista de esta edición de La célula de oro, «Olds, a diferencia de otras autoras con más renombre de la poesía norteamericana (Syvia Plath, Anne Carson, Anne Sexton, etc.), no ha basado su escritura en la utilización de la metáfora, sino en la comparación: […] Para Olds, la metáfora sustituye la realidad por otra cosa (una ficción), por eso no la emplea o, mejor dicho, no constituye el núcleo de su trabajo. Prefiere escribir sobre las experiencias vividas en primera persona». Hay muchos ejemplos de esa comparación a la que alude Curieses ya desde el primer poema, al cual pertenecen estos versos: «los policías llegaron con trajes azul grisáceo como el cuelo de una tarde nublada», esta del poema «La bajante»: «esa campana que mi padre tocaría / y tocaría años más tarde cuando permaneciera ante la puerta / sangrando, como la membrana amniótica de un recién nacido» y una tercera del poema «Piscina en California»: «Sobre la mugre, las hojas muertas del roble vivo / yacían como caparazones secos de tortuga / quemados y crujientes, las puntas afiladas como / aguijones de avispa», pero Sharon Olds no se limita solo a describir sin tomar partido. El modo en que se van sucediendo los acontecimientos en el poema es una forma de ejercer la sátira, una senda que desciende desde el júbilo a la decepción, que se interna por las rutas de un infierno personal no siempre difícil de compartir con los demás., como cuando recuerda a su madre: «… y lo que aún recuerdo es tu / cuchara en movimiento como la polla en el / cuerpo de una chica despertándose a las potencias del placer, / tu cuchara levantándose con coraje, bocado a bocado, tú / inclinada y rígida sobre ese plato hasta que lo / rebañaste para que yo viviera». Es muy posible que Sharon Olds haya conseguido exorcizar sus demonios gracias a la escritura, es muy posible también que en algunos lectores esa posibilidad se convierta en algo real, porque más allá de cierto efectismo, hay mucha verdad descarnada en sus poemas y su forma de contarla, aunque dolorosa en ocasiones, la hace nuestra.